Por Félix Ruiz Rivera
Antes de convertirse, los creyentes de allí no habían sido diferentes de los no creyentes, llenos de inmoralidad sexual, avaricia, envidia, maldad y engaño.
Pero ahora eran nuevas criaturas, en quienes habitaba el Espíritu Santo, y formaban parte de la familia de Dios. El “estilo de vida corintio” ya no encajaba en quienes eran en Cristo. El apóstol Pablo les recordó a los creyentes de esa ciudad que no debían dejarse influenciar por su cultura o por sus viejos patrones de pensamiento (1 Co 6.9-11).
El apóstol no les estaba advirtiendo que podrían perder el reino; en vez de eso, les estaba animando a abandonar las viejas costumbres y a adecuar su comportamiento a quienes eran ahora: hijos de Dios. Nosotros, también, debemos saber que la salvación es permanente, y que la fe debe tener un efecto positivo en nuestra conducta. Nuestro Salvador pagó la pena por nuestro pecado, satisfaciendo la justicia divina y las exigencias de la Ley (Ro 3.25, 26).
Nadie puede deshacer lo que Dios ha logrado al salvarnos, es decir, perdonar nuestros pecados, darnos una nueva naturaleza y adoptarnos en su familia. Saber lo que ha logrado su gracia maravillosa debe motivarnos a vivir en nuestra nueva identidad como sus hijos, reflejando su luz en el mundo. Su hermano y servidor en Cristo.
Suscríbase al boletín de de noticias, recibirá actualizaciones de la revista Electrónica, noticias y eventos de la Convención de Iglesias Bautistas de Guatemala