Por Richard Serrano
No tengo la dicha de contar con altos estudios musicales, pero, con los modestos recursos a mi mano y a propósito de este tiempo de balance y proyecciones, me permito algunas referencias al segundo uso o sentido de la palabra «improvisación», ese que suele usarse en la música. Dado los tiempos de incertidumbre, sugiero el valor de cultivar la capacidad de «improvisar», lo que no significa, en modo alguno, irresponsabilidad o conformismo.
Improvisar es realizar algo que no se tenía previsto o para lo que no se estaba, de algún modo, preparado. Y, precisamente, previsión y preparación son condiciones muy apreciadas por nuestra cultura, una que se ha empeñado en controlarlo todo. Se nos ha enseñado que quienes son más previsivos y preparados suelen ser también los más exitosos. No obstante, la experiencia muestra que hacerle frente a la vida real, especialmente en medio de circunstancias complejas y críticas, como las que vivimos, demanda más que solo de previsión y preparación; pues, no siempre es posible prever, ni siempre logramos estar preparados para todo, no al menos como quisiéramos.
Como en la música, improvisar en la vida exige flexibilidad o apertura a las dinámicas de cambio o los cambios de dinámica. Por ejemplo, abrirse a una nueva frase, modulación, transición o variaciones. También requiere de creatividad para usar lo conocido (frase base o fundamental) en la generación o diseño de algo nuevo. No se llega a la improvisación desde cero, más bien, se usa lo que horas y horas de trabajo y estudio han sumado.
Así, improvisar implica ser capaces de usar lo que se tiene, lo mejor que se puede, cuando se requiere.
Una misma pieza jamás se ejecuta igual. No somos máquinas. Muchos factores (biológicos, mentales, afectivos, sociales, materiales y espirituales) intervienen a la hora de hacer música, y a la hora de responder ante las situaciones de la vida. Ocurre algo similar a aquello de que nunca es la misma el agua que corre bajo el puente. En la improvisación, ciertamente, hay identidad (somos los mismos), continuidad (formamos parte de un proceso) e irreversibilidad (no somos del todo los mismos y hay mucho de novedad en cada compás).
Algo que me encanta de la improvisación musical es la maravilla de crear en comunidad. Entre músicos, se da una suerte de complicidad hecha sonrisa y deleite. Se hablan sin palabras. La mayor gratificación es hacer música y disfrutarla, más que competir. Hacer sinergia, dialogar entre instrumentos, afirmar a las partes para potenciar el todo, entre otros, son valores de la improvisación colectiva. ¡Es fascinante y aleccionador!
Después de dos años complicados, a la puerta un año nuevo. Al respecto, se dice y desdice tanto. En última instancia, tengamos presente que sólo Dios lo sabe todo. ¿Hacer previsión y prepararnos? Definitivamente, tanto como podamos, hagamos nuestra parte y encomendamos nuestras vidas y causa al Dios de la vida. Él no sólo es Creador, es creativo por excelencia. ¿No ha escrito, acaso, líneas hermosas con nuestras torcidas decisiones? ¿No son nuevas, cada mañana, sus misericordias?
Tuve el honor, hace varios años, de participar de un seminario de improvisación con el gran músico Gerry Weil. Recuerdo haberle oído decir, entre otras cosas, algo así: «Una buena pieza es una improvisación llevada a partitura». Por más estudio y preparación, toda buena pieza fue primero una improvisación (novedad).
Que, en los días por venir, Dios renueve nuestra capacidad de usar lo conocido de maneras distintas, crear cosas nuevas, abrirnos a la sorpresa y a la novedad de la vida abundante que Cristo nos trajo, crear en comunidad algo que traiga gloria a su nombre y bienestar a sus criaturas. ¿Nos animamos? ¿Improvisamos?
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