(Lc.2:14)
Es una superstición adorar a los ángeles; lo correcto es amarlos. Aunque sería un gran pecado y un delito contra la Corte Soberana del Cielo, rendir la más leve adoración al ángel más poderoso, sin embargo, sería poco amable e impropio que no les diéramos un lugar en el más ardiente amor de nuestro corazón.
De hecho, el que contempla el carácter de los ángeles, y observa sus muchas obras de simpatía con los hombres, y su bondad hacia ellos, no puede resistir el impulso de su naturaleza: el impulso de amarlos. El incidente específico de la historia angélica al que se refiere nuestro texto, es suficiente para soldar nuestro corazón a los ángeles para siempre.
¡Cuán libres de envidia eran los ángeles! Cristo no descendió del cielo para salvar a sus compañeros cuando cayeron. Cuando Satanás, el ángel poderoso, arrastró con él a una tercera parte de ellos, Cristo no se bajó de su trono para morir por ellos; sino que los entregó a prisiones de oscuridad para ser reservados al juicio.
Sin embargo, los ángeles no envidiaron a los hombres. Aunque recordaban que Él no escogió a los ángeles, no murmuraron cuando eligió a la simiente de Abraham; y aunque el bendito Señor no condescendió nunca para tomar la forma de un ángel, ellos no consideraron algo indigno expresar su gozo cuando lo vieron ataviado con el cuerpo de un bebé.
¡Cuán libres eran, también, del orgullo! No se avergonzaron de venir y anunciar las buenas nuevas a humildes pastores. Me parece que tuvieron tanto gozo cantando sus villancicos esa noche delante de los pastores que velaban sobre sus rebaños, como lo habrían tenido si su Señor les hubiera ordenado que cantaran sus himnos en los salones del César.
Hombres engreídos, hombres poseídos de orgullo, consideran un honor predicar delante de reyes y príncipes; y consideran como gran condescendencia tener que ministrar de vez en cuando a las humildes muchedumbres. No así los ángeles. Extendieron sus prestas alas, y abandonaron con premura sus brillantes asientos de arriba, para contar a los pastores que estaban en la llanura, durante la noche, la maravillosa historia de un Dios Encarnado.
¡Y observen cuán bien contaron la historia, y seguramente sentirán amor por ellos! No la contaron con la lengua tartamudeante del que cuenta una historia en la que no tiene ningún interés; tampoco lo hicieron con el interés fingido de un hombre que quiere conmover las pasiones de otros, cuando él mismo no siente ninguna emoción; sino que contaron la historia con el gozo y la alegría que únicamente los ángeles conocen.
Ellos cantaron la historia, pues no se podían quedar para contarla en densa prosa. Ellos cantaron: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!”. Me parece que cuando cantaban, sus ojos brillaban de alegría, y sus corazones ardían de amor y sus pechos estaban llenos de gozo, como si las buenas nuevas para el hombre hubieran sido buenas nuevas para ellos mismos. Y, ciertamente, eran buenas nuevas para ellos, pues el corazón que vibra al unísono convierte las buenas nuevas para otros en buenas nuevas para sí mismo.
Charles Haddon Spurgeon, inglés, potente pastor bautista conocido como “El Príncipe de los Predicadores”. Fragmento del sermón No. 68 predicado el 20 de diciembre de 1857, en el Music Hall, Royal Surrey Gardens, Londres.
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